FUSILAMIENTO
DE MIGUEL HIDALGO Y COSTILLA
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Por Sandra Molina Arceo
Capturado a traición el 21 de marzo
de 1811 en Acatita de Baján, y luego de un tortuoso trayecto de casi un mes
bajo el sol de desierto, con hambre y sed, Miguel Hidalgo y Costilla arribó a
Chihuahua para ser sometido a un largo proceso militar y a una dolorosa
degradación eclesiástica. Recluido en el obscuro y estrecho cubo de la torre
del ex colegio de la Compañía de Jesús, pasó los últimos tres meses de su
vida.
Por ser la cabeza de la
insurrección, por tener una causa pendiente con la Inquisición, y por el
proceso eclesiástico al que debía ser sometido; el juicio de Hidalgo tomó más
tiempo que el del resto de los jefes insurgentes. Quince días después de su
llegada, Ángel Abella, comenzó el interrogatorio que se prolongó tres días, y
en el cual Hidalgo respondió con entereza y serenidad a cuarenta y tres
preguntas.
Sin caer en ambigüedades y sin
delatar a nadie, Hidalgo confesó su convicción de que la Independencia sería
benéfica para el país, haber levantado ejércitos, dirigido manifiestos y ser
responsable de los asesinatos cometidos a españoles presos en Valladolid y
Guadalajara.
También sostuvo sin vacilar, haber
actuado por el “derecho que tiene todo ciudadano cuando cree la patria en
riesgo de perderse…”; reconoció que nada de lo que había hecho conciliaba con
su condición eclesiástica, pero expresó jamás haber abusado de ésta para
incitar al pueblo a la insurrección.
El 18 de mayo, Hidalgo formó un
documento donde se retractaba de los errores cometidos contra Dios y el Rey,
pedía perdón a la iglesia y a la Inquisición; y rogaba a los insurgentes que
se apartaran del errado camino que seguían: “Compadeceos de mí; yo veo la
destrucción de este suelo que he ocasionado; la ruina de los caudales que se
han perdido, la sangre que con tanta profusión y temeridad se ha vertido; y,
lo que no puedo decir sin desfallecer: la multitud de almas de los que por
seguirme estarán en los abismos…”
El arrepentimiento de Hidalgo fue
quizás el natural recurso para aspirar a la vida eterna y presentarse limpio
ante el juicio divino. Los cargos religiosos que se le imputaron los
respondió ciñéndose a sus creencias católicas, sabedor de que su deber como
sacerdote, era retractarse de sus pecados.
El tribunal de la Inquisición,
tenía abierto un proceso contra Hidalgo desde julio de 1800, acusándolo de
hereje y apóstata de la religión; proceso que se reanudó en septiembre de
1810, y en el que se le declaró: “amante de la libertad que proclamaban los
enciclopedistas y en consecuencia hereje, judaizante, libertino, calvinista y
grandemente sospechoso de ateísmo y materialismo”. El 7 de febrero de 1811,
el doctor Manuel de Flores, Inquisidor Fiscal, presentó formal acusación en
su contra fundada en 53 cargos. Atendiendo a los requerimientos del Tribunal
de la Fe, Hidalgo envió el 10 de junio, un largo escrito rechazando los
cargos de hereje y apóstata de la religión, y explicando las causas para
encabezar la insurrección.
Consideradas agotadas las averiguaciones,
el licenciado Bracho formuló su dictamen enumerando las agravantes, concluyó
que Hidalgo era “reo de alta traición y mandante de alevosos homicidios, y
que debía morir por ello, confiscársele sus bienes y quemar públicamente sus
proclamas y papeles sediciosos”.
A la ejecución de Hidalgo debía preceder la degradación hecha por un
juez eclesiástico. El canónigo Fernández Valentín, por órdenes del obispo de
Durango, procedió al acto de la degradación el día 29 de julio, con todas las
ceremonias estipuladas en el Pontifical Romano.
En una mesa colocada cerca de un
altar improvisado en uno de los corredores del Hospital Militar, se colocó
una vestidura eclesiástica, ornamentos, un cáliz con patena y unas vinajeras.
Hidalgo, escoltado y encadenado, compareció ante el juez eclesiástico
Fernández Valentín, y dio principio la ceremonia.
Se le despojó de los grilletes y lo revistieron con las prendas eclesiásticas; Hidalgo echó en el cáliz un poco de vino, puso sobre la patena una hostia sin consagrar, y con el vaso sagrado entre sus manos se puso de rodillas a los pies del juez. Quitándole el cáliz y la patena, Fernández Valentín pronunció las palabras de execración, y con un cuchillo raspó las palmas de sus manos y las yemas de sus dedos, y dijo: “Te arrancamos la potestad de sacrificar, consagrar y bendecir, que recibiste con la unción de las manos y los dedos”
Acto seguido le fue quitando uno a
uno los ornamentos sacerdotales, hasta que al despojarlo de la sotana y el
alzacuello, dijo: “Por la autoridad de Dios Omnipotente, Padre, Hijo y
Espíritu Santo, y la nuestra, te quitamos el hábito clerical y te desnudamos
del adorno de la Religión, y te despojamos, te desnudamos de todo orden,
beneficio y privilegio clerical; y por ser indigno de la profesión eclesiástica,
te devolvemos con ignominia al estado y hábito seglar”. Al retirarle las
prendas sacerdotales, se halló en su pecho un escapulario con la imagen de la
Virgen de Guadalupe, de la que se despojó él mismo, pidiendo se mandara al
convento de las Teresitas de Querétaro, quienes se lo habían obsequiado.
Se le cortó el pelo hasta no dejar
seña alguna del lugar de la corona, pronunciando el ministro las siguientes
palabras: “Te arrojamos de la suerte del señor, como hijo ingrato, y borramos
de tu cabeza la corona, signo real del sacerdote, a causa de la maldad de tu
conducta”. Consumada la degradación, se le hizo poner de rodillas ante el
juez Abella, quien leyó la sentencia condenándolo a pena de muerte.
Fue conducido a capilla por el
teniente Pedro Armendáriz, y al amanecer del 30 de julio, se presentó el
padre Juan José Baca, quien lo confesó y le dio la absolución. Un tambor con
sus redobles y las campanas de los templos, anunciaron a los vecinos y al
condenado a muerte, que había llegado la hora de marchar al paredón. Fuera
del edificio lo resguardaban más de mil soldados que llenaban la plaza de San
Felipe; en el interior lo esperaban, encargados de la ejecución, un pelotón
de doce soldados a las órdenes de Pedro Armendáriz.
Hidalgo pidió se le llevaran los
dulces que había dejado en la capilla, mismos que entregó a los soldados que
habrían de hacerle fuego, mientras les decía: “La mano derecha que pondré
sobre mi pecho, será, hijos míos, el blanco seguro a que habéis de
dirigiros”. Siguió su marcha rezando un breviario que llevaba en la mano
derecha, mientras con la izquierda sostenía un crucifijo.
Hidalgo besó el banquillo colocado
cerca de la pared, y después de un altercado por negarse a sentar de
espaldas, se sentó de frente y entregó a un sacerdote el breviario y el
crucifijo. Le ataron las piernas a la silla, le vendaron los ojos y se colocó
la mano al pecho; formados frente a él de cuatro en fondo, el pelotón disparó
tres descargas que acabaron con su vida. Una vez desatado el cadáver, se colocó
en una silla para la expectación pública, y al anochecer se introdujo al
edificio donde le fue cortada la cabeza. Su cuerpo fue reclamado por los
padres penitenciarios de San Francisco, quienes en su convento lo velaron y
le dieron sepultura.
La cabeza de Hidalgo, conservada en
sal junto con las de Allende, Aldama y Jiménez; fueron conducidas a
Guanajuato y colocadas en jaulas en las cuatro esquinas de la alhóndiga de
Granaditas, donde permanecieron hasta consumada la Independencia que él, con
profunda convicción, valor y arrebato, había comenzado.
Contesta las siguientes
preguntas.
1 ¿Dónde fue capturado el cura
Miguel Hidalgo?
2 ¿Por qué se le realizaron dos
juicios a Miguel Hidalgo?
3 ¿Dónde y cuándo fue fusilado
Miguel Hidalgo?
4 ¿Dónde fue colocada la cabeza
de Miguel Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez?
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